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Pasaba horas observándola, esperando que rompiera el marco y me abrazara. Era lo único que me había quedado de ella desde que una mañana de mayo, lo aceptara o no, tuve que acostumbrarme a vivir sin su voz, su tacto, su presencia. Sólo podía mirar ese retrato esperando que me hablara, que viniera a hacerme una visita, un segundo, un minuto hubiera bastado.
Casi veinte años después, amanezco en una habitación a muchos kilómetros de donde todo sucedió, abro los ojos y su retrato está ahí, junto a mi cama, mirándome, mirándonos, parece que el tiempo no ha pasado. La miro y solo existe ella y yo, un vacío en el tiempo. Mis 6 años, mis 25, su ausencia.